La pequeña muerte en Venecia

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Desde mi año erasmus en Italia (curso 96/97), he sido fiel a la cita periódica con la ciudad amatoria y mortuoria jamás contada, donde el goce de su cotidianidad, perderse entre sus escamas, donde hasta el olor que se me antoja a cadáver que en ocasiones parece emana de los canales, o las ratas que asoman no tan sorprendidas en sus calles oscuras y delicadas, forman parte de un escenario en el que las parejas se declaran amor eterno o etéreo en esos  féretros flotantes guiados por chicos tan bien peinados.

Semanas sueltas a lo largo de estos años perdiéndome entre canales, intentando convivir y compartir aunque sea el instante que dura un ristretto de sorbo y saludo, aprovechando no sólo para visitar y revisitar rincones, o darle vueltas a si el hombre de «La Tempestad» mira con lascivia y asoma una timida erección, o si es todo mística, sino también para ponerme al día de las cosas domésticas del pez que dicen moribundo, como la polémica sobre el denominado turismo de masas del que tanto se ha hablado y escrito en todos los medios, como si ese fuese el peor de sus males.

Quizás esta vez, por ser agosto, mes en el que nunca había estado, que yo recuerde, la conversación de la gente en bares, puestos del mercado y noticieros, giraban en torno a si la masificación, que no es algo de hoy, ni de ayer, estaba certificando la defunción de Venecia, su hundimiento final no físico.

También se ha generado polémica este verano sobre la supuesta mala educación y falta de decoro de los visitantes que pasan unos días, en ocasiones tan solo horas, y que se nota más en un lugar tan sereno y elegante, aunque quizás un poco exagerado y alarmista, pero no por ello despreciable a la reflexión y a la inquietud, aunque sospecho que los gamberros prefieren destinos de más alboroto que “La Serenísima”.

Antes de ir en esta ocasión, leí varias noticias que apuntaban todo esto, y en muchos artículos de opinión se cantaba, una vez más, su último adiós, a modo de un sueño donde la niebla del invierno veneciano te transporta, con el miedo y la humedad en los huesos, a la muerte plácida que dicen está gozando o sufriendo la ciudad desde hace ya algunos siglos.

Los venecianos aman su ciudad, amore vero, y no dejarán que se hunda, ni en lo económico, ni en lo social, ni en lo estético. Una plataforma cívica se mueve desde hace algún tiempo contra los cruceros para que no entren hasta el corazón de San Marco o para que se restrinja el número de personas o el modo de visitar determinados lugares. Así, con más o menos penurias, con todo el amor y muerte que rodean la misteriosa Venecia, resistirá.

A Venecia no siempre he ido enamorado, ni con ganas de morir en ella, pero no hay que despreciarla para morir amando, amar muriendo, morir o amar a secas, o tan solo tomar un spritz.

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